Algunas tardes mientras estoy sentada bajo la sombra de algún caluroso día de verano me pongo a pensar en lo efímero que resulta el vivir, el estar y los momentos de la vida en general.
Recuerdo cada una de mis promesas jurando que nada nunca cambiaría, o bueno, así lo prefería. Tan sólo me rio al verme ahora en el mismo lugar, pero sin jurar más nada.
Recuerdo haberte jurado bajo las estrellas que éramos eternos. Y lo éramos. Paradójicamente prometí no volver a jurar, pero te juro que sí lo éramos. Fuimos finitamente eternos a los momentos y a esos lugares.
Que raro se siente revivir una finidad eterna sin vos acá porque el transcurso del tiempo sigue al igual que las personas, estaciones y los lugares que visitamos cuando Buenos Aires te tocó visitar. Todo sigue en movimiento menos nuestra afinidad.
Eternidad, afinidad, felicidad... todo parece concordar, menos vos y yo. ¿Y si eso jamás pudo funcionar?
Y estoy de nuevo, que de nuevo ya no tiene ni pizca de novedad, sentada acá. Un café y trescientos sentimientos por descargar. No creo que sea la última que te dedico, pero que más da si ya perdí la contabilidad.
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